miércoles, 8 de octubre de 2008

GARCÍA MÁRQUEZ: GÉNESIS Y EXTRAVÍO

"El hombre primero existe, se encuentra,
surge en el mundo y después se define.
El hombre, tal como lo concibe el existencialismo,
si no es definible, es que no es nada.
Sólo será después y será lo que se haya hecho
a sí mismo". (J. P. SARTRE)

Sin duda alguna, una de las novelas más leídas, comentadas, criticadas, traducidas y reseñadas de cualquier escritor latinoamericano es "Cien Años de Soledad" (1967) del colombiano Gabriel García Márquez (06 de marzo de 1927). En esta novela, lo mítico, lo hiperbólico, lo esencialmente literario transitan en universos diversos y atrayentes, cosa que a un buen lector le resulta agradable y casi apoteósico. La primera lectura es siempre la más recordada, por el shock del final y las imágenes que se logra retener de los personajes que hacen realidad esta historia: los inventos de Melquíades, la ingenuidad de los pobladores del reciente Macondo, la voracidad de Pilar Ternera, la fortaleza sexual del gitano José Arcadio, las mariposas de Mauricio Babilonia, etc.


Desde hace más de 15 años recurro a la lectura de esta inacabable obra maestra con un afán siempre de reconsideración, primero, de los aspectos estéticos de la Novela del Boom, etapa gloriosa de nuestra América Hispana por la trascendencia que tiene desde entonces la Literatura de esta parte del mundo; sólo basta recordar a Cortázar u Onetti, o Vargas LLosa, o Carlos Fuentes para darnos cuenta de la magnitud de aquella generación. Y es que, aunque suene un tanto abrumador, una cosa es el Boom y otra, muy diferente, lo que vino luego con el post boom y la literatura ligth. La actualidad literaria parece, a veces, demasiado informal, arcaica e impertinente si la comparamos con el ecumenismo de García Márquez, Cabrera Infante o alguno de los citados anteriormente. Hay cierta pesadumbre, esterelidad denigrante y asfixiante en la mayoría de escritores de las generaciones últimas. No viene al caso citar nombres, sólo basta leer algunas páginas de las novelas actuales para fijarnos un parangón a conciencia de lo que la realidad literaria nos brinda en estos tiempos de globalización y desorden cibernético


En segundo lugar, el ser recurrente en la lectura de una novela tan ambigua, se me ocurre, se halla enmarcada en la proclividad que manifiesta esta obra por algunos elementos estrictamente existencialistas. Claro, durante los años 60' Sartre era prácticamente el patriarca de todas las ideologías críticas de la sociedad y de la deshumanización interminable en seguida de las guerras mundiales y la impostergable guerra fría. La gran mayoría de escritores latinoamericanos se había instalado en el culto París de Molière y Versalles. Jóvenes aventureros hicieron del Barrio Latino su guarida y su centro de creación. Sobre esto se ha dicho mucho y se ha inventado otro poco. Córtazar, Vargas Llosa, Donoso; todos tienen su punto de vista y su manera de recordar aquella etapa maravillosa. El Existencialismo se masificó y se adapató en cualquier forma artística. "La Náusea" de Sartre, "El Extranjero" de Camus iniciaron un enfoque de la existencia y del mundo nunca antes tenido en cuenta. La Literatura pasaba de un estado de transgresión vanguardista a un período de compromiso con el hombre y el mundo en sí. El hombre está cubierto de nada (aparece simplemente de lo inverosímil y camina, si antes no se dio cuenta de su condición humana, como diría Malraux, hacia lo profuso de la náusea, la Nada). La sociedad con sus filósofos, políticos y artistas ingresarían a una era de fantasmas y caos; el Hombre estaba solo consigo mismo enfrentándose a sí mismo; de esta lucha se originaría, como la gran mayoría de psicoanalistas y diversas personalidades lo admiten, el Mundo de hoy en día, el desorden final de la actualidad.

El Existencialismo sartreano cargaba sobre sí el dilema de la libertad y la responsabilidad, dos elementos axiológicos fundamentales para lograr la reinvidicación del hombre como ser en evolución. Porque el ser libres depende de la responsabilidad hacia nuestros actos. Uno es libre desde que asume conscientemente que lo que hace es afín con lo que se debe hacer o, por el contrario (y he aquí lo común y degenerativo), con lo que se quiere hacer. "El hombre es lo que hace", afirmaría Sartre y su ateísmo civilizador. Como Dios ha muerto o no existe, somos los únicos responsables de nuestra insípida existencia. Toda esta abrumadora teoría sobre la vida, la muerte, los valores, el tiempo, la existencia tendrían su punto más álgido con el recordado "Mayo del 68". Miles de jóvenes universitarios franceses saldrían a las calles a reclamar acción, vida, libertad, igualdad, RESPONSABILIDAD del gobierno y de todas las esferas de poder. Europa había tocado fondo. La juventud no le encontraba sentido a nada. Se estaba, simplemente; no se existía a pesar del avance científico, tecnológico y social. Se trataba de organizar un segundo Humanismo, el cual tendría que trascender el frío comunitarismo e individualismo de entonces. Hoy se puede dar fe que el entusiasmo inicial fue gradualmente aplacándose hasta desaparecer, ya que los cambios que se buscaban no lograron darse, o se llevaron a cabo medianamente, sobre todo en la Educación; el impulso economista del Mundo no necesitaba ni necesita seres en desacuerdo o exacerbados por la búsqueda de una existencia ética; así que, o bien se adaptaban al mecanicismo y la cosificación o quedaban fuera de todo.


En "Cien Años de Soledad", la teoría de la Nada se presenta de modo preciso y escalofriante. Los personajes símbolo en este caso, están representados por una familia en diversas generaciones: los patriarcas e ingenuos inconscientes morales, que aparecen por un lugar del mundo al que se acostumbran a llamar Macondo; los hijos degenerados por la inconsciencia de los primeros que hacen del pueblo-Macondo una ciudad cosmopolita en donde se advertirán los vicios de toda polis; los nietos y demás familiares deshumanizados por la degeneración establecida por sus antecesores, los cuales ejercerán un accionar importante en la decadencia de Macondo, hasta llegar a la Nada global. La muerte del último Buendía marca el retorno a la inexistencia. El pesimismo de García Márquez es sutil y alturado. Es como si, al final de la lectura nos dijera que no tenemos ningún tipo de salvación, porque (tal y como lo anotara ya Darwin) somos una especie adaptativa, sin esperanza de originalidad o trascendencia ontológica. Vivimos, simplemente; y hasta eso nos parece difícil, pues la realidad misma es caótica y nos hiere. No hemos podido ordenar nuestro contexto, sólo lo hemos destruido y corrompido, y con él a la especie que tanto celebramos y representamos.


El mundo de Macondo es el que diariamente compartimos; la continua degradación que nos presenta García Márquez, la cual va de padres a hijos y etcéteras es la misma que reproducimos en cada acto impuro. Estamos sucios de una existencia sin sentido ni crédito, ésa que nos van dejando el pasado y la gente que ayudó a forjarlo; somos la imagen latente de la persistencia del tiempo y la memoria (Dalí trazó una pintura que bien puede servirnos de comparativo). Macondo se funda en la ribera de un río, en un claro del bosque espeso. Los Buendía y sus compañeros de viaje han avanzado a partir de una desgracia, en busca de un origen diferente. Sin embargo, el génesis es invariable. Todos están condenados al eterno extravío. Unos luchan por causas perdidas, generan cientos de rebeliones, se elevan al cielo en sábanas traslúcidas, emparedan casas con billetes nuevos, comen de manera bestial hasta reventar; y sin embargo está siempre la noche y su rastro de podredumbre; un segundo diluvio que arrastrará el final de toda historia. Macondo se vuelve polvo, se mezcla con cementerios de tiempo, apócrifos e insensibles. Es como si se hubiese perdido la última posibilidad y nos lanzáramos de lleno hacia lo profundo de un olvido indecible. Lloramos al nacer, porque al parecer la sensación de vacío nos resulta insoportable. Empezamos a aceptar, paulatinamente, la condena de la soledad, y no será hasta el día en que se nos presente la muerte que descubriremos que el todo es vacuidad y, por lo tanto, Nada.


Leer "Cien Años de Soledad" es una aventura que nos va abriendo a la percepción de la desgracia de nuestra existencia de seres débiles. La razón no es suficiente para asegurarnos que seremos felices o que el universo dejará de ser lo que de él conocemos y hemos hecho. Con lenguaje sencillo, coloquial, García Márquez nos acerca a la esencia que nos marca desde antes de aparecer en el mundo. "Todo lo que toca el hombre, lo pervierte y lo mancha; desaparece el sueño y sólo queda el silencio; ya no el soñador, él también desaparece sacrificado por sus propios actos". Profética, apocalíptica, esta novela continúa escribiéndose luego de la última página, pues la soledad es lo único que queda, descarnada en miles de formas.


viernes, 26 de septiembre de 2008

“LA TREGUA”, UN RETORNO AL NIHILISMO FEBRIL DEL SILENCIO

“Si, antaño, frente a un muerto me preguntaba:
« ¿De qué le sirvió nacer?», hoy me pregunto
lo mismo ante cualquiera que esté vivo”.
(EMIL CIORAN)


Si bien es cierto, la obra narrativa de Mario Benedetti (Uruguay, 1920) se mantiene vigente hasta nuestros días y es una de las obras más concretas con respecto a ese semblante de reflexión y vigor social que, por diferentes situaciones que él vivió en carne propia, representan y engrandecen su magnitud de escritor comprometido, tanto con la búsqueda de un lenguaje propio y la representación semiótica de la historia Latinoamérica; es en “La tregua” (1960) donde se percibe un mayor grado de alejamiento con este rictus muy afianzado en la mayor parte de su producción literaria, entrando de manera compleja y hasta eufemista en el desarrollo de un romanticismo débil, quizá mezquino si tomamos en cuenta las diversas etapas en la evolución de la historia de la novela. Esta es una obra para criticar, más que para tomar en cuenta en su aspecto lingüístico o metatextual.


Desde un inicio encontramos podredumbre, abandono, absorción (adecuándonos a una concepción más metafísica). Los personajes centrales son seres aquiescentes con respecto a la mutación existencial que sufren; el mismo Martín Santomé, que es quien nos narra la historia, es un hombre caracterizado por su falta de equilibrio, capaz de aceptar lo que venga luego de la muerte de su primera esposa. “Un hombre puede sentirse tan completamente frustrado que no busca ningún tipo de satisfacción, solo distracción y olvido. Se convierte entonces en un devoto del «placer». Es decir, pretende hacer soportable la vida volviéndose menos vivo”, es lo que nos dice Bertrand Russell y es a lo que atina Santomé, además padre de tres hijos, los cuales, como él mismo lo acepta: “Ninguno de mis hijos se parece a mí. En primer lugar, todos tienen más energías que yo”. Vitalismo inútil este último, ya que como veremos a lo largo de la obra, los hijos, al ser diferentes, construyen también un universo continuo de frustraciones y negaciones; la homosexualidad de uno, la avaricia y la mezquindad del otro, frente a la sinceridad tediosa de la hija mujer confluyen en un siniestro preámbulo de arcaísmos vivenciales, en donde la incomunicación y la despersonalización son los elementos que van dando forma a un medio distante, ausente de cualquier rastro de sensatez u orden. Estamos ante el espectacular recuerdo de la caída original; el paraíso no existe; el tiempo se acaba y a nuestro narrador no le queda otra cosa que esperar, pero qué: “¿Sabés lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte”, le dirá uno de sus alter ego representado en la imagen de un borracho de la calle.


Claro, posteriormente aparecerá Laura Avellaneda, incierta en su juventud abrasadora y su silencio compasivo. Ella, supuestamente, le dará un giro a la historia, sin embargo, quizá a propósito, el narrador nos irá embaucando en una especie de salvación que él no espera pero que tampoco niega, y es que talvez es comprensible lo dicho por Cioran: “Cuando uno ha agotado el interés que tenía por la muerte, y da por concluido el asunto, retrocede hasta el nacimiento, y se dispone a afrontar un abismo, también inagotable...”. El abismo de Santomé es la esperanza que ha perdido o que no infiere, pues muy pronto la muerte se presentará, como siempre, ya no perturbando su sensibilidad de amante o de ser consciente, sino dándole a entender que está “solo como un héroe, pero sin ninguna razón para sentir coraje”, o permitiéndole afirmar: “Ahora estoy otra vez metido en mi destino”. ¿Qué es el destino? ¿Cuál es el destino del protagonista?


La negación de sí mismo es lo que corroe la historia desde un principio, estamos ante un hombre sin fuerzas, sin esperanzas como diría Sastre. Novela por de más avasallante, meticulosamente ordenada para crear una especie de extravío, el lector tiene que estar atento con todos sus sentidos si no quiere llegar a la última página sintiendo, como muchos, una honda tristeza porque la soledad de Santomé es la nuestra. No. Esta es, como ya dije, una novela para crititcar, para reflexionar acerca de todos los condicionamientos antropológicos y ontológicos que el hombre latinoamericano actual desarrolla de manera vulgar. La pereza mental, la inacción, la mentira, la hipocresía existencial y muchos otros atributos del desarraigo son propios de nuestras generaciones. Quizá el propósito de Benedetti era ese: el enmascarar una presencia compleja en las falsas ruecas de un sentimentalismo absurdo, pero que, en el fondo, vislumbraba con mucha más pasión la crítica a una sociedad cada vez más cosificada y antiética, propósito que nosotros como lectores vivos tenemos la obligación de generar por medio de la acción y la noción del cambio.

sábado, 23 de agosto de 2008

LOS PUENTES DE MURAKAMI


La literatura japonesa, reminiscente, aterrada por las imágenes caóticas de Kawabata y Oé, tiene el presente predispuesto en la figura de Haruki Murakami (Kyoto, 1949), quizá el más insigne continuador de una literatura crítica, profunda, existencial y extensivamente nihilista. Una de las obras más complejas de este autor es, sin duda, “Kafka en la orilla” (2002), un recorrido nauseabundo por la existencia humana. En esta novela caos y desgracia son lo mismo; porque, como dice Kafka Tamura: “a veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena, que cambia de dirección sin cesar”. Ambigüedad y desorden, la naturaleza del hombre se pervierte desde el instante mismo en que aparece la libertad como método propiciatorio para entender el mundo que está ahí fuera o adentro, y “pienso que soy libre. Pero aún no acabo de entender qué significa”.


La soledad y la conciencia del ser libre son los elementos que desatan los personajes centrales (tanto el adolescente Kafka como el mesiánico Satoru Nakata) y los acercan a una naturaleza infausta, terrible: las guerras, la deshumanización de la contemporaneidad, el desamor y el hedonismo. Toda la obra es alegoría, símbolo, esperanza y abstracción. Nadie entiende el orden del desorden; las cosas están y “el que está ahí soy yo, pero, al mismo tiempo, es como si no lo fuera”. A lo que Jonny Walken (personaje estereotipado y símbolo del consumismo actual) agrega: “Al igual que las flores que se esparcen en la tormenta, la vida humana es sólo un adiós”.

La historia (las historias, para ser más preciso) de este libro es mediáticamente hiperbóloca, irónica con respecto a la sociedad actual y la degeneración de la especie humana. Por un lado, el adolescente Kafka Tamura huye de la casa paterna e inicia un re-encuentro por el pasado que está a punto de absorberlo y de eliminarlo. Se hace amigo de una muchacha (Shikoku), a la cual presiente como la hermana que su madre se llevó al alejarse de su hogar. Luego, en una especie de ensueño edípico, se enamorará de Saeki, una mujer madura, que bien puede ser su madre (¿o es en verdad su madre?), con la cual mantendrá un idílico romance. Sin embargo, ella se suicidará, mientras él continúa huyendo; pues al parecer, ha asesinado a su padre; cosa ilógica si se tiene en cuenta que él se hallaba muy lejos de la víctima. La policía lo persigue, y Oshima (un ser híbrido quien trabaja como bibliotecario) lo ayuda a escapar. Pasa unos días en una cabaña, cerca de un bosque fantasmal. Al adentrarse en él, empezará a comprender su propio pasado; Saeky, la mujer que está a punto de suicidarse, se encuentra allí, rejuvenecida.

Pero Kafka debe elegir, entre sucumbir en aquel mundo etéreo o retornar a su realidad e iniciar un destino diferente. "Por más que huyas, no vas a ninguna parte"; estas palabras resuenan como un eco a lo largo de esta estapa. Por fin logra encontrar el camino de regreso; ha sido una especie de purificación, reconciliación ecuménica con lo que puede ser después del tiempo. Desde este momento es libre, a pesar de la soledad y la tristeza por la muerte de la mujer-madre amada: "Si tú me recuerdas, no me importará que el resto del mundo me olvide". Sin saberlo, ha cruzado el puente que lo retornará a su propia esencia. Cosa que también hará Nakata, un ser sensible, quien sufre de una extraña enfermedad mental desde hace más de cuarenta años. Una mañana, mientras los norteamericanos bombardeaban Nagasaki, él y otros compañeros de escuela, jugaban por el bosque acompañados por su profesora; de pronto, todos los niños empiezan a caer desmayados. La maestra los ve y corre en busca de ayuda. Cuando lo consigue y retorna al lugar del accidente, los niños ya han despertado sin entender lo ocurrido, menos Nakata. Él despertará muchos meses después, sin saber ni recordar nada.

"No es que no tuviera nombre, pero dejé de necesitarlo y lo olvidé". Con esta frase se resume el carácter y la personalidad de este ser difuso, extraño para los demás, pero que irá ganando notoriedad a partir de las diferentes habilidades que se descubre a lo largo de cada página. Una directa conexión con lo mísitico trasciende en todos sus actos. Al principio será solo el anciano que habla con los gatos y se encarga de buscarlos cuando uno de ellos se pierde. Hasta que se encuentra con Johnie Walken, el asesino de estos felinos, quien busca crear la flauta mágica con el alma de cada animal decapitado. Con él se iniciará una lucha a muerte. Walken obligará a Nakata a ser su asesino. Cosa rara en esta parte es comprobar que Johnie es Koichi Tamura, el padre de Kafka. Y que, mientras Nakata cumple el mandato de asesinarlo, Kafka cae desmayado en una calle de Komura; al despertar, se descubre manchado de sangre, como si hubiese matado a alguien.

Nakata, entonces, debe dejar la ciudad de Nakano y empezar un viaje en busca de 'la piedra de la entrada'. Lo logrará con la ayuda de Oshimo (un camionero que ve en él un ser sagrado, mítico). Hay que resaltar los sucesos extaordinarios que el anciano realiza como especie de milagros y que le dan ese carácter mesiánico y complejo. Al final, cuando ya ha cumplido su misión (misión que ni él mismo entiende de dónde viene), se tiende en su lecho y se queda dormido para siempre. Aquí cabe resaltar la idea de que todo ser está en el mundo para cumplir una labor impostergable, sólo es cuestión de descubrir cuál es y desarrollarla. Nakata acaba de cruzar un nuevo puente, el de la existencia, ahora es eterno.

Un libro completo, lúdico, real, resume la filosofía contemporánea en pocas palabras, el desarraigo y la mezquindad de una civilización desordenada. Pero aún queda esperanza, parece gritar Kafka: "Ni siquiera las cosas más triviales suceden por casualidad". El pasado no debe ser traba para que una nueva generación cambie el presente y desarrolle un mejor futuro. Obra monumental, no hay palabras ni hipérboles que valgan; lo importante es leerla y despertar.